Aquellas jóvenes, absortas en su mundo interior, parecen vivir en un espacio y un tiempo en el que nada puede suceder.
(La mentira de Vermeer)
Antes de poder hablar solucionaba los problemas a mordiscos. Es una verdad carnalmente conocida por muchas personas que después de aprender a hacerlo, continue expresándome de la misma forma durante mucho tiempo. No creo que sea un instinto caníbal lo que me impulsa a abalanzarme sobre la piel ajena, sino una tensión insostenible en la mandíbula, fruto de tener la boca demasiado grande en relación con el resto de la cara. La mandíbula ocupa muchos de mis nervios, me he llegado a explicar, es por eso que a veces cobra vida propia. Es un acto reflejo que sucede sin que el pensamiento intervenga.
Una tarde de mi adolescencia, caminaba por la calle de la Paz junto a una amiga del bachillerato artístico. Es una de las calles más bonitas de Valencia, la iglesia de Santa Catalina hace un contraluz crepuscular contra cielos anaranjados, en ciertas épocas del año. No recuerdo qué época era . Por el color del cielo puede que fuera Primavera, pero también Febrero. No había anochecido del todo, pero ya habíamos bebido bastante y nos habíamos perdido del resto del grupo. Habíamos ido recogiendo desde el inicio de la calle, unos ridículos ramilletes de flores fucsias que había plantados en los bancales de piedra. Hace poco volví y me entristeció ver que el cambio de gobierno había sustituido aquella especie vulgar de flor urbana por otra especie vulgar de flor urbana color naranja, supongo que más barata.
Entre risas y canciones la calle se hacía cada vez más larga, infinita e inabarcable y aunque estoy segura de que no era así, en mi recuerdo estaba vacía. En un momento del dificultoso trayecto me quedé frente a frente con el rostro de mi compañera del bachillerato artístico y pensé : vamos a besarnos.
Yo quería que pasara. Había querido que pasara desde el principio de la tarde, y desde el inicio de la semana, cuando pregunté insistentemente si ella iba a venir. Pero a la vez no quería, buscaba una forma que me permitiera avanzar y retroceder al mismo tiempo. Cabía la posibilidad que delante de mi sólo tuviera el rostro confuso de una compañera de clase algo ebria. Cabía la posibilidad de que mi percepción de la realidad me estuviera traicionando.
-¿Qué hacemos con las flores?- dije como quien renuncia o decide, o no hace ninguna de las cosas porque se ahoga en una risa nerviosa demasiado nerviosa para una boca tan grande
Ella no pareció sorprenderse con la pregunta, sonrió y miró el ramillete aplastado de flores fucsias.
-Comérnoslas- dijo y acercó los labios, que habían estado a punto de rozarme, al ramillete de flores.
Sin dejar de mirarme, como si me estuviera invitando a un banquete privado fue devorando uno a uno aquellos pétalos marchitos. Me recordó a una escena de El último emperador de Bernardo Bertolucci que había visto muchas veces: la emperatriz comiendo flores antes de enloquecer. Está basando en la Ofelia de Hamlet. Años después pensé que debía habérselo dicho cuando ella se preparaba el personaje de Ofelia en un grupo de teatro: Ofelia, claro, no podías ser otra. Pero en ese primer momento no había imagen en el mundo que pudiera borrar la palidez de su rostro casi dispuesto de forma intencionada para el contraste con el color de las flores.
Mordimos juntas unas flores infectas. Y en aquel mordisco estaban ya todos los que vendrían después. Como todos los demás, sería un acto implícito. Relacionado con todo lo que a partir de esa noche no se podría decir, con todo lo que nunca se nombra, porque nombrarlo nos convierte en salvajes. En esa clase de personas que pueden acariciar cuando muerden y al revés.